Y la que se montó el día del estreno, papeles volando, una princesa indignada y un embajador al borde de la neurastenia, el coreógrafo explicándose a gritos, incluso un aficionado siguiendo los ataques de la percusión sobre la cabeza de un crítico; y el compositor escuchando detrás del cristal. Un día como hoy hace cien años se estrenó el ballet de La consagración de la primavera, con música de Igor Stravisnky, coreografía de Váslav Nijinsky y producción de Serguéi Diáguilev. El 28 de mayo de 1913 en Paris tuvo lugar un “espectáculo extraño, una barbarie trabajada, que el público del Teatro Campos Eliseos acogió sin respeto”, al menos eso dejó dicho el corresponsal de Le Figaro, llamado Henri Quittard. La crítica musical de este periódico, junto con la del buen gusto oficial parisino, cargaron las tintas contra esta obra que influyó en el jazz posterior, la música experimental y la electrónica.
Nijinski, el coreógrafo, que trabajó La Consagración de la Primavera durante extenuantes jornadas, que es lo que se suele decir estas veces, dispuso unos movimientos a la altura de la música: imprevisibles, salvajes, tiernos y reales. El sentido de primitivo que la crítica ha adoptado a menudo como sinónimo de arcaico porque no se ciñe a la tradición occidental, explota en la obra en una serie de movimientos que tienen tanto de primitivo como de pasos hacia un momento primordial o divertirse casi hipnotizado en una fiesta eslava o una rave. Primitivo también como lo es comer, beber y ese tipo de cosas. Y primitivo como pueden serlo la violencia y la muerte.
La escenografía y el vestuario de Nikolai Roerich, perfectamente modernas a su modo, y las escenas de erotismo, demasiado implícitas hoy para que un vistazo rápido nos lleve al archivo social del sexo, también contribuyeron a que la platea se volviese irrespetuosa, en palabras de los representantes de la Academia. La representación, no obstante, terminó, y cuentan que incluso se oyeron tímidos aplausos al final.
Metales usados como alarmas, cuerdas que suenan como sacos cuando se rompen,parches que rebotan en la cabeza de los críticos y del público general. Los agudos al límite de un fagot dan paso a un viaje de poco más de media hora en el que todos los instrumentos aportan algo en la ceremonia en la medida en que coinciden sus itinerarios sonoros. La recuperación de ritmos eslavos, una herencia también presente en el resto de la composición, la retirada de la tonalidad clásica, y otros aspectos técnicos mejor estudiados que aquí, transportan al oyente/público en un objeto activo en ese momento primitivo, feliz y finalmente cruel.
Esta pequeña historia burguesa tuvo su final y las aguas volvieron a su cauce para casi todos. A pesar de que, años después, Stravinsky recordaba el pollo que le habían montado en los Campos Eliseos aquella tarde de primavera, la obra comenzó a defenderse por sí sola, y el compositor aún estiró diez años más el periodo “primitivo” o “ruso” de su obra, que partía con la influencia de su profesor, Rimski-Kórsakov. Sus problemas, durante un tiempo, fueron económicos, porque la URSS no deslocalizaba derechos de autor, pero esa historia no tiene demasiada importancia puesto que Stravinsky vivió una vida larga y creativa.
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